Lo has vuelto a hacer. Porque eres idiota,
claro. O quizá simplemente perteneces a la especie humana, que equivale a decir
muy poco a favor de tu inteligencia. En cualquier caso, aquí estás, maldiciendo
tu estampa. ¿No prometiste que nunca más, que se había acabado? ¿No juraste, la
última vez, sobre todo lo que consideras sagrado, que sería la última vez? Y
sin embargo… ¡qué imbécil!
Así que mientras paseas de un lado a otro
negando con la cabeza y notas cómo la bilis te va subiendo garganta arriba te
preguntas por qué. Por qué coño has tenido que decir nada, con lo bien que te
sienta estar con la boca cerrada. A ti y a tu úlcera. Pero no, ¡tuviste que comunicar
tu alegría! ¡Estúpido insensato!
Y es que a veces, con la emoción de un buen
acontecimiento o debido a la invasión de tu cuerpo por un absurdo buen humor,
se te ocurre compartir tu euforia… sin parar a pensar que no es compartible con
todo el mundo. El júbilo no es apto para todos los públicos. ¡Cómo! ¿Acaso hay
personas que no se contagian de tu entusiasmo? ¿Que les cuentas algo estupendo
y no colaboran en el regocijo que te recorre? ¡Pardiez, limoná, explícate! Pues
verás, resulta… que no.
Quizá no haya nadie así en tu vida. No sabes
cuánto te envidio. Pero siendo un mortal menos afortunado (como solemos ser la
mayoría de los mortales que no salimos en la lista Forbes) es muy posible que
tengas en tu entorno a una de esas personas. Y encima será alguien cercano de
quién no te puedas deshacer. Un amigo íntimo, una tía, un padre, tu pareja
(deberías empezar a buscar un buen abogado….). Son de ésas que te absorben la
alegría cuando está cerca y son capaces de conseguir que pierdas por completo
las ganas de vivir tras diez minutos de conversación con ellas. Dementores.
Verás, pequeño ingenuo: hay gente que vive para
el drama. Principalmente el suyo, claro. ¿Recuerdas el rey Midas, que todo lo
que tocaba lo convertía en oro? Pues igual, pero en tragedia. Y no es que sus
vidas sean más desgraciadas que las de cualquiera, pero cada pequeño obstáculo
que se les presenta (porque lo de VIVIR es lo que tiene, que no siempre es un
campo de margaritas silvestres en primavera) se convierte en EL MISMÍSIMO
APOCALIPSIS. Y encima, hay gente que vive sus malos ratos p’adentro y gente que
los vive p’afuera. ¿Adivinas de qué grupo suelen ser estas personas?
Efectivamente, te lo vas a comer. Su drama, entero, con patatas fritas. Sin ser
tú de cenar fuerte. Que cuando llevas un rato te cuesta recordar que esas ganas
de coger un cuchillo afilado y seguir con precisión la trayectoria de tus venas
no es por nada que tenga que ver contigo. Si lo piensas es bonito: son capaces
de compartir su ansiedad de forma tan generosa que la acabas haciendo tuya.
¿Creías que no podía ser peor? (¿Por qué sigues
confiando en que algo no puede ir a peor? ¿Qué clase de vida llevas?) ¡Te
equivocas! Hay algo peor que tragarte un melodrama ajeno: que te roben tu
no-drama. Tu ilusión. Tu optimismo. Tu buen humor. Con el peligro de extinción
que corren todos ellos y lo jodidamente complicado que es que aparezcan. Y esa
gente sigue libre, en la calle, haciendo vida normal, después de haberte
despojado de esos preciados y valiosos tesoros.
En principio no es culpa tuya. No podías
preverlo. Quizá seas un poco incauto pero, al fin y al cabo, ¿quién no lo ha
sido antes de ir conociendo a la humanidad? Estás feliz. Te ha pasado algo
estupendo, o se te ha ocurrido un proyecto increíble o aún te dura el efecto de
la droga de anoche. Qué más da. Estás feliz (¿hace cuánto que no ocurría?), vas
bailando por tu casa al ritmo de esa canción, te ríes solo en los pasos de
peatones, no te importa que se te cuele esa señora hija de puta en el súper.
Bendita embriaguez emocional. Y claro, lo expresas. Así, sin pensar. Comunicas
que para ti hoy brilla el sol, los pájaros cantan y no tienes ganas de
exterminar a toda tu especie. Confiesas que eres feliz.
Error.
Error mortal.
Maldita embriaguez emocional.
Resulta que la noticia adecuada con la persona
equivocada puede tener consecuencias catastróficas. Resulta que hay gente que
si ve tu vaso medio lleno, te lo vuelca. Puede que lo hagan sin maldad y solo
sea su forma de ser de Álex Ubago en su día malo. O puede que un poco de
maldad, aunque sea inconsciente, sí qué haya. Que no soporten que tú no quieras
meter la cabeza en el horno. A saber, los caminos de un Triste son
inescrutables. Así que esa persona cogerá tu jovialidad y le dará la vuelta.
Madre mía, cómo estás. No has pensado que… Cómo se nota que… Estás así hasta
que… Si como a mí te… Bumbumbumbumbum… Vas notando cómo tu euforia se desinfla,
cómo tu alegría va cayendo en picado, cómo, al cabo de un rato, ya no recuerdas
ni por qué estabas contento. Y has descendido a la Insípida Normalidad. O caído
más, mucho más abajo. Joder, tú hace unos minutos estabas bien. ¿Qué ha pasado?
Pues que no todo el mundo es apto para compartir los raros y fabulosos estados
de ánimo que te hacen olvidar que el mundo suele dar asco. Porque ellos no lo
olvidan, y no quieren que lo hagas tú.
Ésta es una de las tantas cosas que,
injustamente, no están penadas por la ley, como llevar gorra con visera plana o
Gran Hermano. Alguien puede robarte tu ilusión, tu entusiasmo y tus ganas de
desafiar al karma que siempre te da por culo, y tú no puedes hacer nada. Ni
matarle ni nada. Increíble.
Por lo tanto, la próxima vez que cometas el
desliz de dejarle ver a esa persona que tu vida puede no ser The Great Drama y
empiece a minar tu fabuloso estado de ánimo, sé inteligente: ya no hay vuelta
atrás, no puedes evitar la que te viene encima. Pero puedes evitar que te
afecte. Cuando escuches el primer “pero” a tu dicha, desconecta. Que hable, que
suelte su discurso, que machaque la cabeza pero no la tuya. Pon cara de interés
mientras sólo oyes blablablablá y respondes con escuetos ajám cada varios
minutos. Y deja a tu mente irse lejos, muy lejos, a ese mundo feliz del que no
van a hacerla salir.