Poco se dice para lo mucho que nos ha jorobado.
Se está hablando mucho en los últimos tiempos de las believers y las directioners, ese ejército de jovencitas alocadas que amenazan con (Dios no lo quiera) dominar el mundo, con sus cabezas llenas de pájaros, coladas por unos polluelos con caritas de ángel y más movimiento de caderas que voz. Pero nadie habla de otro colectivo más peligroso, una mayoría silenciosa que, si bien puede que no llegue a la conquista del planeta, tiene sobrado potencial para destruirlo: las hollywers, mujeres (hechas y derechas) de todas las nacionalidades, razas y extracción social unidas mundialmente por su creencia ciega en las sucias falacias romanticoides que nos vende Hollywood.
Puede que percibáis en mi tono cierto resquemorcillo. Rencor, quizá. Odio. Rabia homicida. Pues sí, lo reconozco, pero es que Hollywood nos ha arruinado la vida. Hablo por mí y por todas mis compañeras, pero, ojo, esto no sólo nos afecta a las mujeres: vosotros, queridos, también estáis jodidos y bien jodidos. Al margen de otros fraudes internacionales como "Algún día lo entenderás" o nacionales, como el tan español "Estudia una carrera y tendrás un buen futuro", la industria hollywoodiense lleva destruyendo expectativas de ser feliz con una vida normal y común desde que el cine es cine.
La cuestión empieza desde la más tierna infancia, cuando nos criamos con las mentiras de princesas, príncipes y monstruos adorables que nos cuela Disney. Pero está bien, porque eres niño y los niños deben mantener sus naricillas alejadas del avinagrado olor de la realidad. Que vivan los Reyes Magos. El problema es que luego crecemos y nos siguen vendiendo las mismas historias, pero cambiando los dibujos por animados y encantadores protagonistas de carne y hueso con un piso en Nueva York centro.
Lo peor es que caer en las sucias redes de una película romántica puede pasarle a cualquiera, nadie está a salvo. Hasta en las mejores familias, vamos. Todo comienza cuando una noche te pones a ver un clásico de la historia del cine, Matar a un ruiseñor, por ejemplo (algún día os hablaré de lo mucho que me aburrió Matar a un ruiseñor). Pero llegan los anuncios y decides hacer zapping mientras tanto. Entre corrosivos programas de cotilleo, cutre-adaptaciones de concursos americanos y la teletienda, te topas con una chorrada del estilo de 27 vestidos y a falta de algo mejor, decides dejarla hasta que tu obra maestra vuelva del intermedio de Antena3. Y CLARO, esperando, esperando, cuando te das cuenta, llevas tres cuartos de película vistos y una fuerza misteriosa te impide volver a cambiar de canal.
Así que ahí estás tú, una mujer adulta, madura, del siglo XXI, más o menos formada, tragándote un grandísimo truño cinematográfico y pensando "¡Por favor, que acaben juntos!". Pues he aquí un spoiler, amiga: van a acabar juntos y eres idiota. Claro que las dos cosas las sabes desde el minuto uno. Y es que las comedias románticas no van a sorprenderte: no va a haber un giro inesperado del argumento, el protagonista no va a quedarse con la bruja de pechos grandes ni abandonará su apartamento de Manhattan para irse a trabajar a un prestigioso despacho de abogados en Europa. Lo que hará, básicamente, es quedarse con la fémina principal, sin importar que en el nudo de la película se insinúe otra cosa. Porque, posiblemente, él tomará esa decisión de forma precipitada e impulsiva, en los últimos tres minutos de la cinta. No importa lo que ocurra en medio: una comedia romántica siempre irá del punto A al B. Ya puede ser el punto A que el chico y la chica se odien, que la chica sea gordita e impopular y el chico un guapazo mojabragas o que el mojabragas en cuestión sea su jefe o el novio de su mejor amiga (o una maravillosa e inexplicable combinación de todos ellos), que B siempre acabará siendo los protagonistas comiendo perdices en medio de alguna situación disparatada (en una carrera de globos aerostáticos, una escalera de incendios en el piso 121 de un rascacielos o, por supuesto, en la puerta de embarque de un aeropuerto) con una canción de Burt Bacharach sonando de fondo.
El ser racional y sensato que hay en ti sabe que es una patraña, que es ficción, que no te va a pasar. Pero en lo más profundo de ti, la princesa Disney sigue esperando que un día, al salir del Mercadona con la bolsa de rafia a reventar de productos (porque por no gastarnos diez céntimos en otra bolsa más estamos reinventando el concepto capacidad máxima) ese no necesariamente bello pero indudablemente atractivo y encantador caballero andante en vaqueros venga a robarnos el corazón con su risa casual, sus ojos chispeantes y sus detalles... ¡Ah, los detalles! Sí, chicos, esos detalles son la parte de las películas que os joden a vosotros. Porque las mujeres los almacenamos en el rinconcito del cerebro que se convierte en amor absoluto si los tenéis o en rencor silencioso y de por vida, si no los tenéis. Y seamos sinceros, muchachos, ¿cuántos de vosotros habéis ido a su oficina con un ramo de flores a decirle a vuestra churri que fue un error irse a ver la Champions al Bar Manolo mientras ella os había preparado una entrañable cena en casa para celebrar el aniversario? Pocos, pocos.
Ni siquiera los dramas son como en nuestra vida real. En las películas de Hollywood suenan desgarradores violines mientras el héroe parte valiente y sombrío a la batalla dejando atrás al único y verdadero amor de su vida. En el mundo real, te quedas lloriqueandole por whatsapp a tus amigos porque a tu Antonio le han doblado el turno y no puede ir contigo a ver la última de Tim Burton. Y mientras moqueas viendo el final de Pearl Harbor (donde no hay uno, sino DOS buenorros) te preguntas cómo habría sido la despedida si tu Paco se hubiera ido a la guerra y casi te da la risa de imaginártelo tan serio con su uniforme militar diciéndote "Cari, no me esperes". Claro, así no hay quien cree ambiente.
Total, que después de verte la pastelada romántica, miras a tu chico, suspiras y piensas que, si bien él no es Clint Eastwood en Los Puentes de Madison, tú tampoco eres Sandra Bullock en ninguna de sus películas y puede que mucho mejor así para los dos.
Y si al terminar la peli, vuelves a poner Antena 3, con suerte ya sólo faltarán un par de minutos para que vuelva del intermedio Matar a un ruiseñor.
Puede que percibáis en mi tono cierto resquemorcillo. Rencor, quizá. Odio. Rabia homicida. Pues sí, lo reconozco, pero es que Hollywood nos ha arruinado la vida. Hablo por mí y por todas mis compañeras, pero, ojo, esto no sólo nos afecta a las mujeres: vosotros, queridos, también estáis jodidos y bien jodidos. Al margen de otros fraudes internacionales como "Algún día lo entenderás" o nacionales, como el tan español "Estudia una carrera y tendrás un buen futuro", la industria hollywoodiense lleva destruyendo expectativas de ser feliz con una vida normal y común desde que el cine es cine.
La cuestión empieza desde la más tierna infancia, cuando nos criamos con las mentiras de princesas, príncipes y monstruos adorables que nos cuela Disney. Pero está bien, porque eres niño y los niños deben mantener sus naricillas alejadas del avinagrado olor de la realidad. Que vivan los Reyes Magos. El problema es que luego crecemos y nos siguen vendiendo las mismas historias, pero cambiando los dibujos por animados y encantadores protagonistas de carne y hueso con un piso en Nueva York centro.
Lo peor es que caer en las sucias redes de una película romántica puede pasarle a cualquiera, nadie está a salvo. Hasta en las mejores familias, vamos. Todo comienza cuando una noche te pones a ver un clásico de la historia del cine, Matar a un ruiseñor, por ejemplo (algún día os hablaré de lo mucho que me aburrió Matar a un ruiseñor). Pero llegan los anuncios y decides hacer zapping mientras tanto. Entre corrosivos programas de cotilleo, cutre-adaptaciones de concursos americanos y la teletienda, te topas con una chorrada del estilo de 27 vestidos y a falta de algo mejor, decides dejarla hasta que tu obra maestra vuelva del intermedio de Antena3. Y CLARO, esperando, esperando, cuando te das cuenta, llevas tres cuartos de película vistos y una fuerza misteriosa te impide volver a cambiar de canal.
Así que ahí estás tú, una mujer adulta, madura, del siglo XXI, más o menos formada, tragándote un grandísimo truño cinematográfico y pensando "¡Por favor, que acaben juntos!". Pues he aquí un spoiler, amiga: van a acabar juntos y eres idiota. Claro que las dos cosas las sabes desde el minuto uno. Y es que las comedias románticas no van a sorprenderte: no va a haber un giro inesperado del argumento, el protagonista no va a quedarse con la bruja de pechos grandes ni abandonará su apartamento de Manhattan para irse a trabajar a un prestigioso despacho de abogados en Europa. Lo que hará, básicamente, es quedarse con la fémina principal, sin importar que en el nudo de la película se insinúe otra cosa. Porque, posiblemente, él tomará esa decisión de forma precipitada e impulsiva, en los últimos tres minutos de la cinta. No importa lo que ocurra en medio: una comedia romántica siempre irá del punto A al B. Ya puede ser el punto A que el chico y la chica se odien, que la chica sea gordita e impopular y el chico un guapazo mojabragas o que el mojabragas en cuestión sea su jefe o el novio de su mejor amiga (o una maravillosa e inexplicable combinación de todos ellos), que B siempre acabará siendo los protagonistas comiendo perdices en medio de alguna situación disparatada (en una carrera de globos aerostáticos, una escalera de incendios en el piso 121 de un rascacielos o, por supuesto, en la puerta de embarque de un aeropuerto) con una canción de Burt Bacharach sonando de fondo.
El ser racional y sensato que hay en ti sabe que es una patraña, que es ficción, que no te va a pasar. Pero en lo más profundo de ti, la princesa Disney sigue esperando que un día, al salir del Mercadona con la bolsa de rafia a reventar de productos (porque por no gastarnos diez céntimos en otra bolsa más estamos reinventando el concepto capacidad máxima) ese no necesariamente bello pero indudablemente atractivo y encantador caballero andante en vaqueros venga a robarnos el corazón con su risa casual, sus ojos chispeantes y sus detalles... ¡Ah, los detalles! Sí, chicos, esos detalles son la parte de las películas que os joden a vosotros. Porque las mujeres los almacenamos en el rinconcito del cerebro que se convierte en amor absoluto si los tenéis o en rencor silencioso y de por vida, si no los tenéis. Y seamos sinceros, muchachos, ¿cuántos de vosotros habéis ido a su oficina con un ramo de flores a decirle a vuestra churri que fue un error irse a ver la Champions al Bar Manolo mientras ella os había preparado una entrañable cena en casa para celebrar el aniversario? Pocos, pocos.
Ni siquiera los dramas son como en nuestra vida real. En las películas de Hollywood suenan desgarradores violines mientras el héroe parte valiente y sombrío a la batalla dejando atrás al único y verdadero amor de su vida. En el mundo real, te quedas lloriqueandole por whatsapp a tus amigos porque a tu Antonio le han doblado el turno y no puede ir contigo a ver la última de Tim Burton. Y mientras moqueas viendo el final de Pearl Harbor (donde no hay uno, sino DOS buenorros) te preguntas cómo habría sido la despedida si tu Paco se hubiera ido a la guerra y casi te da la risa de imaginártelo tan serio con su uniforme militar diciéndote "Cari, no me esperes". Claro, así no hay quien cree ambiente.
Total, que después de verte la pastelada romántica, miras a tu chico, suspiras y piensas que, si bien él no es Clint Eastwood en Los Puentes de Madison, tú tampoco eres Sandra Bullock en ninguna de sus películas y puede que mucho mejor así para los dos.
Y si al terminar la peli, vuelves a poner Antena 3, con suerte ya sólo faltarán un par de minutos para que vuelva del intermedio Matar a un ruiseñor.
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