Hace tiempo que notabas algo. Lo intuiste ya hace algunas semanas, cuando viste a la primera moderna con unos shorts cortos, muy cortos, cortísimos (¿eso es un culotte?) en la parte de abajo y un jersey de cuello vuelto en la de arriba; lo confirmaste hace un par de días, cuando te cruzaste con otra en camiseta de tirantes y bufanda: el mundo está lleno de gilipollas. Y empieza el buen tiempo. Con todo lo que eso implica, que no es poco ni bueno.
Si bien cuando empieza el frío te sumes en un estado de semicongelación que haría las delicias del mismísimo Walt Disney, el buen tiempo te despierta. De más. Como el oso que lleva meses en la cueva y, descubriendo que es primavera y ha florecido el bosque, sale a pescar salmones al río, nuestros instintos animales resucitan y momentos hay en los que tienes que pedir permiso a tus hormonas para comportarte como un ser racional y civilizado. Porque de repente, el vecino que baja en chanclas está más guapo, con su bolsa de basura azul a juego con sus ojos; y el de la panadería te sonríe más de lo normal al clavarte 80 céntimos por una barra de pan de dudosa artesanalidad; y el imbécil de tu jefe sigue siendo imbécil, pero oye, tiene su punto. El buen tiempo hace que te pongas las gafas de la sensualidad y de pronto tu vida cotidiana fluye al ritmo de Barry White y tú te preguntas qué te está pasando para que dentro de la chica delicada y fina que eres se esté desarrollando el albañil con palillo que pugna por salir mientras miras de reojo al guapazo que se ha sentado a tu lado en el autobús. Que yo comprendo que para los chicos es peor, porque los shorts de fantasía (de fantasía porque no se ven, los tienes que imaginar) empiezan a acompañarse con hombros desnudos, complementos coloridos como pluma de cola de pavo y escotes. Y así vamos todos por la calle, guardando las formas, aparentando que nada pasa, porque si nos dejáramos llevar por nuestros deseos, las bacanales de la Antigua Roma se quedarían en un capítulo de Dora la exploradora.
Pero los males no acaban ahí. Hace sol, los pájaros cantan, las calles huelen a azahar, puedes desprenderte de las capas y capas de ropa que durante meses han protegido tu (absolutamente) blanca piel y te apetece salir a la calle. Pasear. Estar en una terraza a mediodía tomando cervezas. Ver tiendas. Estar en una terraza por la noche tomando cervezas. Sentarte en una plaza. Estar en una terraza... Bueno, que lo último que quieres es estar metido ocho o nueve horas en la oficina mientras afuera la Madre Naturaleza grita que quiere fiesta. Encima tienes la suerte de tener una ENORME ventana justo enfrente de tu mesa por la que puedes ver al mundo vibrar de alegría mientras tú te marchitas como un geranio pocho enfrente del ordenador.
Mil horas después de haber entrado por la mañana, sales del trabajo y la brillante luz del sol ciega tus ojos acostumbrados al resplandor de una pantalla. No quieres irte a casa, donde te espera la lavadora, los platos que no fregaste anoche, las facturas que te juraste ordenar hace un mes y, porque la vida te da sorpresas, algún vómito de gato escondido en un rincón de tu habitación. ¡Quieres salir! ¡Quieres vivir! El espíritu hippie te invade, cierras los ojos e inspiras hondo. Toses y casi mueres, porque estás en medio de una avenida, no en mitad de una pradera y te acabas de tragar el humo de un autobús, ¡pero no importa! ¡Quieres planes! ¡Compras! ¡Cine! ¡Tapeo! ¡Cañas! Y es que el buen tiempo es el invisible aliado de la sociedad capitalista y sin que te des cuenta no paras de gastar un dinero que, como sigas así, vas a dejar de tener bien pronto. Es una trampa para tu bolsillo pero tú no te das cuenta hasta que a mitad de mes vas al supermercado y empiezas a comparar precios entre latas de atún.
¿Podría ser peor? Por supuesto. A mejor, a veces sí y a veces no, pero a peor siempre puede ir. Una mañana, mientras eliges que ponerte, una realidad te asalta por sorpresa y te aplasta bajo el peso de su verdad: igual que la gente ha empezado a enseñar cacho, te va a tocar a ti. A ti, que te ibas a apuntar a natación en septiembre, pero entre la vuelta de vacaciones, el adaptarte a la rutina, las tormentas de otoño que van cargadas de electricidad y es peligroso estar en el agua... A ti, que en enero te ibas a apuntar al gimnasio, pero tenías que pagar los seis primeros meses de golpe y si los pagas ya no los puedes recuperar. A ti, que ibas a salir a andar, pero nunca tenías tiempo y cuando lo tenías, no tenías con quien. Y te miras al espejo y te dices que no estas tan mal, que el hecho de que tu cuerpo tenga la tersura de una gelatina Royal no es tan grave, que la tripita de todas las cañas que te has tomado en las últimas semanas no se nota tanto. Porque resulta que la operación bikini hay que empezarla antes de que tu ropa se haga más corta y no basta con que a mediados de mayo te de por cenar un yogur. Además, la depilación ya no es sólo para uso interno: ahora hay que lucirla.
Y mientras gritas con la cera, cenas media pera, lloras en el trabajo y deseas a cada homínido que se cruza en tu camino, piensas que en realidad tú lo único que quieres hacer es tumbarte al sol cubierta de pelo, dormir y pescar algún que otro salmón. Porque en el fondo, el hombre y el oso sólo se diferencian en que el oso vive mejor.
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